Existió una vez, un hombre de color gris. Todo en él era
de la misma tonalidad monocromática.
Desde su piel, pasando por sus ojos, hasta llegar al traje rayado que vestía
todos los días de su vida.
Aquel Hombre Gris tenía
una única ambición en su vida, una única misión otorgada por el mundo al que
pertenecía. Debía caminar todos los días de su existencia por un camino de
rocas afiladas como cuchillos, repleto de espinas y agujas, con la promesa de que
al final llegaría a un palacio de oro y diamantes. Al palacio más bello que sus
grises ojos alguna vez hubiesen contemplado. El Hombre cumplía con su
encomienda orgullosamente, día a día, seguro de que la promesa de piedras y
metales preciosos lo esperaba al acabar.
Todos los días obligaba
a sus maltrechos pies a avanzar un poco más, sin pensar en nada más que en el
palacio. Sin pensar en nada.
No obstante, el mundo
le había hecho al Hombre Gris otra promesa. Le habían dicho que a lo largo del
camino encontraría su vista periférica obstaculizada por unos inmensos rosales,
y que mientras su travesía durase, debía arrancar la mayor cantidad de rosas de
esos rosales, puesto que a mayor cantidad de rosas, mayores serían las riquezas
que encontraría dentro del palacio de oro y diamantes. El hombre, sin titubear,
obedecía cada día, aun a pesar de que cada vez que arrancaba una rosa, el rosal
entero se marchitaba y moría. Aún a pesar de que cada vez que arrancaba una
rosa, las púas del camino parecían
volverse más filosas y perforaban sus pies como si los mismos fueran de
papel.
Día tras día el hombre
avanzaba por el camino. Algunas veces cubriendo distancias más largas que
otras, mas nunca dejando de caminar. En
ocasiones caía de bruces al suelo, y entonces se veía obligado a arrastrarse
por las rocas tan dañinas. De modo que su cara mostraba las mismas cicatrices
que sus manos y sus pies. Pero a él no
le importaba, porque la promesa de las riquezas al final del camino era más
importante que su propia integridad física.
Así caían los soles y
subían las lunas. Así lo encontraban las nubes y la lluvia. Siempre avanzando,
sin importar que pasase.
Por otro lado desde el
comienzo de la travesía, había seguido al Hombre Gris un mirlo, el cual cantaba
inamoviblemente todos los amaneceres y todos los atardeceres. El mirlo producía la música más hermosa jamás
oída. Empero, el hombre no la oía, simplemente la escuchaba. Era como un ruido
de fondo que se extendía durante una hora, todos los días, dos veces al día. De
hecho, había momentos en los que el cántico del mirlo se convertía en una gran
molestia para el Hombre Gris, pues
corría el riesgo de distraerse de su objetivo por concentrarse en oírlo. Más
nunca sucumbió ante la tentación, pues el magnetismo que la promesa ejercía
sobre él era más fuerte.
Los días pasaban, y con
ellos los meses y los años, con el mirlo cantando cuando el sol se alzaba
brillante en el cielo, y cuando caía para ocultarse detrás del horizonte. Con
el hombre caminado con los pies sangrantes, arrancando rosas sin pensar en nada
más que en lo que su mundo le había prometido.
Así llegó el día en que
el palacio se trasformó en un punto minúsculo, pero visible, en el horizonte. Y
el Hombre Gris aceleró su paso, ansioso por llegar. Arrancando aún más rosas
por día, sin detenerse a meditar en como el paisaje se volvía cada vez más
parecido a él, sin sentir como el camino se volvía más rudo a cada rosa que
cortaba y sin notar como el sol lo quemaba más fuertemente con cada rosal que
se marchitaba.
Y el mirlo cantaba y
cantaba. Murmuraba al oído del hombre las melodías más hermosas de la
humanidad, deseoso de ser oído.
Hasta que un buen día,
el mirlo se cansó de intentar captar la atención del hombre. Y se alejó volando
bajo por entre las espinas de los rosales marchitos. El mismo día al Hombre
Gris solo le faltaban unos pocos kilómetros para llegar al castillo.
Aquella mañana, el
Hombre Gris no echó en falta la bella música del mirlo, pues estaba demasiado
concentrado en la visión que tenía al frente. La imagen del castillo que
refugia con la intensidad de mil soles.
Avanzó como hipnotizado hasta que llegó el atardecer y nuevamente el
mirlo no cantó. Fue entonces cuando una duda asaltó su mente, siendo el primer
pensamiento que su cerebro gris formulaba en toda su vida ¿Qué habría sido del
pequeño mirlo que musicalizaba su viaje? Por un instante, el hombre estuvo
tentado de alejarse del camino para averiguar el destino de su compañero, pero
la imagen del castillo volvió a cruzarse en su campo de visión, borrando toda
indecisión.
De ese modo lo encontró
la noche, una noche sin estrellas en las que prácticamente no podía ver más
allá de su nariz. Y así lo encontró el
chillido. Fue una única nota, sostenida y lastimera, pero fue la primera nota
musical que el Hombre Gris realmente oyó en su vida. Era una nota que hablaba
de tragedia y dolor, y sin embargo al Hombre Gris le pareció lo más hermoso del
mundo, conmoviéndolo hasta las lágrimas. Supo sin lugar a dudas que se trataba
del mirlo, de su mirlo. Y echándole una última mirada al palacio, apartó su
vista de él.
Se encontró entonces
frente a frente con un campo de rosales marchitos, aún más llenos de espinas
que el camino por el cual transitaba, y se preguntó si alguna vez habría sido
ese un sitio hermoso, si habría sido un lugar tan bello como el canto de su
mirlo, se preguntó si él lo habría arruinado al arrancar las rosas.
Estaba seguro de que el
mirlo estaba allí dentro, en algún lugar de la vasta extensión de espinas, y se
lanzó hacia ellas sin pensarlo dos veces. Intentando con todas sus fuerzas
reparar su error.
Resultó ser que el
mirlo no había volado muy lejos, incapaz de alejarse de quien él consideraba su
amo, pero que aun así una espina de un
tamaño mayor que sus compañeras lo había interceptado. Atravesándolo. Siendo así como el Hombre Gris lo encontró,
con sus negras plumas aún más oscuras donde la sangre las había empapado.
Se trataba de una
visión horrible, pero el Hombre Gris no podía apartar la vista, carcomido por
la culpa…
El mirlo había muerto
por su culpa… Si tan solo lo hubiese oído realmente, olvidándose de la promesa
vacía de oro y diamantes, su compañero incondicional seguiría vivo, y aquel
paisaje seguiría siendo hermoso.
Llorando
desconsoladamente, saboreando el sabor salado de las lágrimas por primera vez
en su vida, el Hombre Gris tomo la inmensa espina con la que la vida del mirlo
se había apagado, y atravesó su pecho, exactamente a la altura de su
corazón. El dolor fue intenso, pero
rápidamente todo acabó.
La sangre, roja y llena
de vida, huyó de su cuerpo y empapó el erosionado suelo, el cual la bebió
sediento. Y de repente todo cobró vida.
El mirlo comenzó cantar
como saliendo de un largo sueño, y las rosas brotaron en todas direcciones,
decorando unos arbustos tan verdes como en plena primavera. La noche se hizo
día, y el sol calentó tiernamente todo el lugar. Y finalmente, el Hombre Gris
abrió los ojos.
Unos ojos que ya no
eran grises, sino negros como los de su mirlo. Una piel que ya no era gris,
sino bronceada por el sol. El hombre sonrío con las mejillas rozagantes de
vida, y tomando a su mirlo delicadamente en las manos, se dispuso a oír su
canción por primera vez.
FIN
Espero que les haya gustado! Nos leemos...
Lucy.